domingo, 1 de marzo de 2009

Digamos, y solo digamos

Al ver la publicidad en las principales calles de Lima, muchos hemos sentido un profundo malestar por la campaña “Los chatos no la pasan tan bien” que ofende innecesariamente la autoestima de los niños de baja estatura. Es evidente la falta de creatividad de los publicistas a cargo que con mucha originalidad resalta el excelente publicista, escritor y comunicador Gustavo Rodriguez.

El Comercio
Por: Gustavo Rodríguez


14 de febrero del 2009

Digamos, y solo digamos, que tengo un hijo de 12 años que es la luz de mis ojos. Es cariñoso, inteligente, y su madre y yo lo adoramos. No es saludable comparar a nuestros niños pero digamos, y solo digamos, que desde que lo veíamos dar sus primeros pasos en el parque nos dábamos cuenta de que era más pequeño que otros. Con el tiempo lo confirmamos: en el nido había niños que le llevaban media cabeza y más. Sin embargo, no le importaba, o quizá ni se daba cuenta.

Digamos que fue en el colegio cuando mi hijo empezó a sentir algo de bronca por su estatura. Un día que fui a recogerlo descubrí que unos niños de segundo grado lo fastidiaban, cantándole que era un piojo. Él trataba de atraparlos, pero los demás eran más rápidos y grandes.

Digamos que fue acostumbrándose a ser de los más pequeños de su clase, lo que compensaba con su simpatía. Sin embargo, recordaba lo cruel que se puede ser en un colegio y a veces lo imaginaba soportando chapas como “leñador de bonsái” o “Tarzán de maceta”. En mi fantasía lo veía salir airoso con alguna frase más sorprendente que la que repetía su madre, que el mejor perfume viene en frasco chico.

Con el tiempo el tema de su estatura nos dejó de parecer importante en su desarrollo social: no era el más popular de la clase, pero los pocos amigos que tenía eran buenos.

Sin embargo, tuvo que llegar la adolescencia y sus inseguridades. Digamos que un día su madre le encontró un frasco de multivitamínicos. Y que le descubrí un recorte de esos curiosos zapatos llamados Elevate Shoes. Digamos, y solo digamos, que su madre y yo empezamos a inquietarnos por su excesiva preocupación: lo habíamos alimentado bien, le dábamos amor, le pusimos límites y, a la vez, libertad según cada etapa de su vida. ¿En qué nos habíamos equivocado?

Hace poco lo invité a almorzar y le confesé lo nervioso que me ponían las chicas a su edad, no por mi estatura, sino por mi acné. “Y ya ves —le dije—, me casé con una hermosura como tu madre”. Sonrió pero no dijo nada. Cuando volvimos al carro, la brisa entraba por la ventana abierta. Conversábamos bonito, a lo largo de la Javier Prado.

Y digamos que de pronto nos topamos con el panel de una leche que usted conoce, que muestra a un chiquillo, incómodo, frente a una chica más alta y una frase que confirmaba el temor de mi hijo y echaba por tierra mis esfuerzos: “Los chatos no la pasan tan bien”. Digamos que me dieron ganas de mandar al carajo esa frase y esa campaña. Y eso que, en verdad, no tengo un hijo bajito. Pero hablo en nombre de los miles de padres y niños que no tienen por qué ser cuestionados en su inseguridad solo porque unos marketeros quieren vender más leche. ¿Quieren aludir a los chatos? Háganlo, pero sin estigmatizarlos: en su anterior campaña lo habían hecho bien.

No le den la razón a Beigbeder, el publicista convertido en novelista: “En mi profesión, nadie desea su felicidad, porque la gente feliz no consume”.

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